Aquellas tardes del mes de mayo le parecían a María de los Remedios de un colorido exuberante. Se le figuraba que de aquel jardín surgían todas las flores, pájaros y perfumes creados por la naturaleza.Esa casona del callejón de Soledad, en el barrio de San Sebastián, tenía apenas unos cuantos años de haberse terminado de construir en la Nueva Guatemala. Le recordaba tanto su antigua residencia en la ciudad de Santiago destruida por los terremotos de Santa Marta! Por ello le producía profunda nostalgia habitarla. En ese momento hubiera querido absorber con los ojos, la tranquilidad del solar, pues así podría calmar la desolación de su espíritu. Los gruesos muros que servían de corredor con su alero de teja… las habitaciones altas y ventiladas… la enorme pila y los jardines imprimían a cada rincón un sello de misterio y solemnidad…
Esa tarde en particular, María de los Remedios estaba marchita por la tristeza. La melancolía que reinaba en su casa la deprimía… ¡Que sola se encontraba! Su marido, lejos, las flores del magnífico jardín adormecidas y los sirvientes en el segundo patio cantando aires tradicionales que le recordaban su niñez.Los acontecimientos que se desencadenaron a raíz del traslado de la ciudad del Señor Santiago al valle de la Virgen, dejaron en su espíritu una impresión indeleble. Recordaba las decisiones que se producían entre traslacionistas y terronistas, y las tajantes palabras que su padre repetía siempre al Arzobispo Cortás y Larras, quien encabezaba el bando que deseaba permanecer en el Valle de Panchoy y reconstruir la urbe: “¡Cómo dejar la ciudad de Santiago cuando en ella están fincadas mis propiedades y enterrados mis huertos…si sus descendientes más ilustres, han forjado paso a paso su esplendor. ¡No! No es posible arrancarse de la añeja ciudad”. No obstante el Capitán General Don Martín de Mayorga emitió aquel bando enérgico que obligó a toda la población de Santiago, a mudarse al valle de la Virgen a fundar la Nueva Guatemala de la Asunción. Recordabatambién las penalidades que su familia había sufrido, para construir una casa digna de su abolengo. Recordó también cuando su calvario se inició de golpe, cuando su padre, viejo español conservador, concertó su enlace con Don Gracián Palma y Montes de Oca, rico añilero de la costa de Suchitepéquez y uno de los comerciantes más antiguos de la ciudad. Ella aceptó la decisión de su padre sin chistar. Su boda fue memorable, celebrada en la catedral de la cuidad con todo esplendor. Contrario a lo que pensaba, Don Gracián fue siempre un hombre fino y cortés.
Por
otra parte las ausencias de su esposo eran frecuentes, casi
permanentes, lo que le dejaba una gran tranquilidad. ¿Por qué no se le
había brindado la oportunidad de amar libremente? ¿Por qué hasta el amor
había sido impuesto? La llamada de la hora de ánimas en la iglesia de
San Sebastián, la sacó de su abstracción… otra noche sola la esperaba en
su lecho…
Era aún muy temprano, el sol no había asomado aún tras las montañas, cuando Juan de la Cruz partía para su trabajo, llevando las herramientas necesarias. Tenía que caminar desde la Parroquia Vieja
hasta San Sebastián. Se hundió en la sombra del Cerro del Carmen, pasó
por el potrero de Corona y llegó a su fuente de agua en donde trabajaba y
en donde algunas ancianas se arremolinaban:
-Buen día le de Dios Don Juan.
-Buen día nia Josefa ¿Cómo amaneció el agente del palomar?
-Muy bien, solo que los chuchos de la nia Ligia no nos dejaron dormir.
-Hay que tener cuidado, pues cuando los chuchos chían es porque algo malo está pasando. Cosas que uno no entiende.
-Si,
lo que pasa también es que como no hay luz, apenas y se mira. Pero hay
que tener cuidado, porque los chuchos miran la muerte y los espantos.
-Bueno, pero siempre y cuando uno pueda dormir tranquila no hay problema. ¿Verdad Don Juan?
-Claro,
claro nia Sara ¿Quién mejor que usted para tener la consciencia
tranquila?... Bueno, el chorro está listo, vengan por su agua.
El
fontanero de la calle de Concepción era joven y pobre. Mestizo. De
facciones finas y fuertes. Varoniles. Hombre nacido para soñar y vivir
de fantasía. Su trabajo cotidiano le ofrecía la oportunidad de ver a la
mujer amada, y la plena consciencia de la imposibilidad de alcanzarlas,
no turbaba su ánimo. Admirar a aquella mujer que asomaba por el callejón
de Soledad, pasaba a su lado y subía la alameda de la Iglesia de San Sebastián a las ocho de la mañana, era para Juan la gran ilusión de su día.
Ese día, sufría ya por verla aparecer, y cuando la Catedral
sonaba en su reloj las ocho campanadas, salió del callejón una mujer de
sobrio vestir, seguida por un adolescente que portaba un cojín en las
manos, probablemente para que la señora se hincara en la Iglesia. Pasó junto a Juan… Una furtiva mirada se cruzó entre ambos antes de escurrirse en la alameda de San Sebastián.
-Ay! Virgen del Socorro, ¿Por qué me gusta tanto si jamás podré alcanzarla?
La
mujer que el fontanero adoraba era nada menos que Doña María de los
Remedios Salazar y Rodríguez de Palma y Montes de Oca, y con cuanta
razón Juan de la Cruz
la amaba y admiraba… María de los Remedios era bellísima, madura pero
aún conservaba la lozanía de la juventud, sus ojos negros eran de un
mirar perpetuamente triste. El fontanero estaba seguro que ese mirar
melancólico, reflejaba una profunda amargura que sofocaba el alma de su
amada.
La
gente del barrio de San Sebastián, decía que María de los Remedios,
sabía de la adoración que le profesaba el humilde fontanero.
Una
mañana del mes de noviembre, la casa de Doña María de los Remedios
amaneció sin agua potable, por lo que María entusiasmada mandó a llamar
al humilde fontanero de la calle de Concepción.
Juan de la Cruz
se asombró tanto, que apenas tuvo aliento de responder que, si aceptaba
a ir después de las doce de la mañana. El joven experimentaba una
intensa emoción cuando se encaminaba al callejón de la Soledad. Al estar en presencia de María, Juan pensó:
-¡Señor! Si es más bella que la Virgen del Socorro de Catedral…
Aparentando
una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, Juan procedió a
trabajar. Observo que tras el resquicio de una ventana, Doña María lo
miraba con ansiedad.
La
faena que debía cumplir Juan no era tardada, pero él simuló así para
poder estar cerca de ella más tiempo. Al terminar su trabajo, Doña María
lo invitó a tomar una jícara de chocolate en la enorme sala. Desde
entonces se estableció entre ambos una profunda y estrecha relación. La
misma fuerza del amor los atraía visiblemente, hasta que los deseos de
amor se desbordaron, y pletóricos de dicha gozaron su pasión. La
aventura de este amor fue completa durante largos meses, hasta que una
noche, María de los Remedios sintió profundos malestares.
Fuertes
dolores de cabeza y nauseas la abatieron en el lecho varios días. María
inquieta, no se atrevía a llamar a su médico, por lo que Juan azorado
consultó con una vieja curandera de la Parroquia, quien les dijo que iban a tener un hijo.
Una
intensa desazón se apoderó de ambos, ¿Qué iba a pasar si su marido se
enteraba? Y ¡Qué decir de su honor y la nobleza de su apellido!
Sin
embargo, en lo más profundo de su alma afloraba la ternura, porque
aquel hijo que lleva dentro de sí, era fruto de un amor que la había
consumido y la seguía arrasando con su fuego. En las tardes soleadas y
frías, arrellanándose en una mecedora, dejaba vagar su pensamiento en el
espacio, tan fugazmente como corrían los meses.
Una
mañana supo María de los Remedios que Don Gracián, su marido regresaba
de su viaje. Una tremenda angustia se apoderó de todo su ser hasta
llevarla a los linderos de la desesperación.
Su
delicada figura había cambiado con el vigor de la maternidad. Era
imposible ocultarlo más. Obsesionada por el próximo encuentro con su
marido quemaba sus horas en una ansiedad tan agobiante, que contribuyo a
acelerar el momento del alumbramiento. Ayudada por una fiel sirvienta,
dio a luz a un niño, a quien desde el primer momento bautizó con el
nombre de su progenitor: Juan de la Cruz.
Las
murmuraciones en la pequeña ciudad no tardaron en aflorar. ¡Y cuánto
sufrimiento llevaban al corazón de María de los Remedios! Juan intentaba
consolarla, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El fontanero lloraba
amargamente el calvario de su amada, pues a pesar de las penas y el
escándalo la amaba cada vez con mayor intensidad.
Por
fin María de los Remedios, recibió la noticia que nunca hubiera querido
escuchar: Don Gracián Palma de Montes de Oca había arribado a Santo
Tomás de Castilla y llegaría a la ciudad de un momento a otro. Naufragó
su última esperanza. Se ocultó de todos, incluso de Juan.
Y
entonces, cuentan los viejos de la parroquia, que la hermosa mujer
estaba al borde de la locura, y sin saber lo que hacia, descontrolada la
razón, una noche en que la luna llenaba de plata, tomó al niño en sus
manos, se vistió de negro y con sigilo salió de su casa. Con paso
trémulo atravesó las calles de la ciudad rumbo al oriente. Cruzó el
Cerro del Carmen, como una silueta de Carbón, atravesó la parroquia y se
dirigió al río de las Vacas. Llegó a la ribera y sin meditarlo dos
veces hundió a su pequeño hijo, Juan de la Cruz, entre las aguas. Un llanto reprimido y las aguas del río se tragaron la vida del pequeño ser.
Las
líneas suaves de María de los Remedios, que tanto cautivaron al
fontanero de la calle de Concepción, se transformaron. Crispada y
convulsa, pavorosamente desfigurada y lanzando sollozos tremendos,
después de haber ahogado a su hijo, siguió llorando a gritos por la
ribera del río.
Con
el vestido negro desgarrado, arrastrando su ajada figura, lanzando
gritos espeluznantes y plañendo con vos sobre natural, se perdió entre
los abismos del infinito.
-¡Ay, ay, ay! Dónde estás Juan de la Cruz…Dónde estás hijo mío?
Juan
se percató de cómo una sombra negra, desgajada de la misma noche,
pasaba cerca de él y hundía las manos en el agua del tanque gritando:
-¡Ay, ay, ay! Dónde estás Juan de la Cruz?...
Después de lanzar tres gritos lejanos, pavorosamente horrendos, se volvió a las sombras por el callejón Manchén.
- ¡Oh Dios, Dios! María de los Remedios, ¿Por qué lo hiciste?
Amargas lágrimas regaban sus mejías y su mente y sus labios repitieron mil veces:
-María de los Remedios ¡María! ¡María! María de los Remedios… ¿Por qué los hiciste?
Y el fontanero de la calle de Concepción envejeció como las leyendas, cuidando su fuente, su historia y su recuerdo…
En
tanto se dice entre la gente de los barrios coloniales de la ciudad,
que Dios castigo a Doña María de los Remedios Salazar y Rodríguez por
haber ahogado a su hijo. La convirtió en La Llorona,
condenándola a salir todas las noches a llorar por las calles y los
parajes donde hay agua, para escarbar en busca de su hijo: Juan de la Cruz.
Nos
hemos detenido en una mágica historia del conocido investigador Celso
Lara, quien no ha remontado al mundo de la leyenda como reacción
literaria, llevando al mismo tiempo un evocador panorama del ambiente
guatemalteco en el alma de su pueblo que es el nuestro… El de aquella
soñadora y añeja Guatemala de antaño, que constituye un eslabón de
nuestro pasado común…
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