Miguel Angel Asturias
Leyendas del Sombrerón
El
sombrerón recorre los portales...
En aquel
apartado rincón del mundo, tierra prometida a una Reina por
un Navegante loco, la mano religiosa había construido el más
hermoso templo al lado de la divinidades que en cercanas
horas fueran testigo de la idolatría del hombre—el pecado
más abominable a los ojos de Dios—, y al abrigo de los
tiempo de montañas y volcanes detenían con sus inmensas
moles.
Los religiosos
encargados del culto, corderos de corazón de león, por
flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo
nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que
acarreaban navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo
de las bellas artes y al estudio de las ciencias y la
filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a tal
punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse
de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo
concluidos los oficios...
Y era de ver y
era de oír y de saber las discusiones en que por días y
noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a tal
ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y
refundidos.
Y era de ver y
era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas,
el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de
los pintores, todos entregados a construir mundos
sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.
Reza en viejas
crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular,
que a nada se redujo la conversación de los filósofos y
los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para
confundirles la Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que
les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras.
Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una
plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los
artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos.
En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes
que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas
sobre panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número
de volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar
por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben
haber sido tristes y españoles. Eran admirables. Los
literatos componían en verso, pero de su obra sólo se
conocen palabras sueltas.
Prosigamos.
Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice
Bernal Díaz del Castillo en "La Conquista de Nueva
España", historia que escribió para contradecir a
otro historiador; en suma, lo que hacen los historiadores.
Prosigamos con
los monjes...
Entre los
unos, sabios y filósofos, y los otros, artistas y locos,
había uno a quien llamaban a secas el Monje, por su celo
religioso y santo temor de Dios y porque se negaba a tomar
parte en las discusiones de aquéllos en los pasatiempos de
éstos, juzgándoles a todos víctimas del demonio.
El Monje vivía
en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar,
por la calle que circunda los muros del convento, un niño
jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió...
Y sucedió,
repito para tomar aliento, que por la pequeña y única
ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la
pelotita.
El religioso,
que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro de
antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse,
entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y
piso, hasta perder el impulso y rodar a sus pies, como un
pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le cepilló
la espalda.
El corazón le
daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en
presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo, para
recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar
el libro ni levantarse de su asiento, agachóse para tomarla
del suelo y devolverla, y a devolverla iba cuando una alegría
inexplicable le hizo cambiar de pensamiento: su contacto le
produjo gozos de santo, gozos de artista, gozos de niño...
Sorprendido,
sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos,
la apretó con toda la mano, como quien hace un cariño, y
la dejó caer en seguida, como quien suelta una brasa; mas
la pelotita, caprichosa y coqueta, dando un rebote en el
piso, devolvióse a sus manos tan ágil y tan presta que
apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr a
ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda,
como el que ha cometido un crimen.
Poco a poco se
apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar
como la pelotita. Si su primer intento había sido
devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con
los dedos complacidos su redondez de fruto, recreándose en
su blancura de armiño, tentado de llevársela a los labios
y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el
cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas. . .
—¡La Tierra
debe ser esto en manos del Creador! —pensó.
No lo dijo
porque en ese instante se le fue de las manos —rebotadora
inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad extraña,
tras un salto, como una inquietud.
—¿Extraña
o diabólica?...
Fruncía las
cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico
invisible—y, tras vanos temores, reconciliábase con la
pelotita, digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico
de levantarse al cielo.
Y así fue
como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban las
Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el
nuestro jugaba en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo,
tamarindos. . . Ni un alma en la pereza del camino. De vez
en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas
domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las
narices de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.
A la puerta
del templo esperaba el monje, después de llamar a misa, la
llegada de los feligreses jugando con la pelotita que había
olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!,
repetíase mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el
eco contestaba en la iglesia, saltando como un pensamiento:
¡Tan liviana,
tan ágil, tan blanca!. .. Sería una lástima perderla.
Esto le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la
perdería, que nunca le sería infiel, que con él la
enterrarían. . ., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .
¿Y si fuese
el demonio?
Una sonrisa
disipaba sus temores: era menos endemoniada que el Arte, las
Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar
por el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a
traerla, enjuagándose con ella de rebote en rebote..., tan
liviana, tan ágil, tan blanca . . .
Por los
caminos—aún no había calles en la ciudad trazada por un
teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y
mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso
se diera cuenta, arrobado como estaba en sus pensamientos.
La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura del
cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose
ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en
la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas
salomónicas, y altares dorados, y bóvedas y pisos de un
suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles
en el acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera
sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de
ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros. Los gritos
abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo
todo: alas, besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por
las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se
borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de
humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul.
. .
—¡Buenos días
le dé Dios, señor!
La voz de una
mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la mano
a un niño triste.
—¡Vengo, señor,
a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que
desde hace días está llora que llora, desde que perdió
aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber
su merced, los vecinos aseguraban era la imagen del
demonio...
(... tan
liviana, tan ágil, tan blanca. . .)
El monje se
detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la
espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin
decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar allí y
despedir la pelotita, todo fue uno.
—¡Lejos de
mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La pelota cayó
fuera del convento—fiesta de brincos y rebrincos de
corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado, abrióse
como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza
del niño, que corría tras ella. Era el sombrero del
demonio.
Y así nace al
mundo el Sombrerón.
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