jueves, 24 de mayo de 2012

La siguanaba, leyenda de El salvador, Guatemala y México



La Siguanaba
La Siguanaba, llamada también Sihuanaba o Siguamonta, es un personaje de la mitología El Salvador, Guatemala y México. La leyenda de la Siguanaba tiene un origen común y está relacionado con la leyenda de la Cegua de Nicaragua y Costa Rica; y también con "la Chuca" (Chuca en algunas regiones de Centroamérica significa Sucia) en Honduras. Es parte importante del folklore Guatemalteco y Salvadoreño.
Apariencia

La Siguanaba (del nahuat, Siguan: barranco, abismo, Waná: Hermana y B'a: Espectro; o del nahuat cihua que es mujer y nahual que se utiliza para referirse a la capacidad secreta que una persona tiene para poder adoptar la forma de un animal [Enciclopedia de las Civilizaciones Azteca y Maya: Charles Phillips, Edimat, 2007, Pág. 71]) es un ser mitológico en forma de mujer fantasma de hermoso cuerpo con su rostro cubierto por el cabello quien al mirarla de cerca tiene el rostro de una mujer horrible, con los pechos hasta las rodillas, de largas uñas, y cabello largo y descuidado; siendo un ser que se les presenta a los hombres que son infieles. En esta versión, la aparición se presenta como una bella joven que atrae a los hombres cerca del agua con sensuales movimientos, por lo general, a caballo, o lavando ropa en el río y cuando los tiene a su alcance se transforma en una visión horripilante que los "juega" hasta la locura.

La historia

Originalmente llamada Sihuehuet (mujer hermosa), tenía un romance con el hijo del dios Tláloc, del cual resultó embarazada. Ella fue una mala madre, dejaba solo a su hijo para satisfacer a su amante. Cuando Tláloc descubrió lo que estaba ocurriendo maldijo a Sihuehuet llamándola Sihuanaba (mujer horrible). Ella sería hermosa a primera vista, pero cuando los hombres se le acercaran, daría vuelta y se convertiría en un ser horrible.

El dios la condenó a vagar por el campo, apareciéndose a los hombres que viajan solos por la noche.

Dicen que es vista por la noche en ríos, lagos así como en otros lugares con agua, lavando ropa y siempre busca a su hijo el Cipitío, al cual le fue concedida la juventud eterna por el dios Tláloc, como sufrimiento para ella.

Según el relato cultural, también aparece regularmente en las áreas donde no hay mucha infraestructura, especialmente en los basureros y barrancos, a donde lleva a los hombres enamorados de ella y los hace caer haciendo que pierdan la vida y el alma a favor de ella. .

La leyenda de la Siguanaba

Según lo que cuenta la leyenda, todos los trasnochadores están propensos a encontrarla. Sin embargo, persigue con más insistencia a los hombres enamorados, a los Don Juanes que hacen alarde de sus conquistas amorosas. A estos, la Siguanaba se les aparece generalmente en cualquier estanque de agua en altas horas de la noche, o a orillas de ríos según otras versiones. La ven bañándose con guacal de oro y peinando su hermoso cabello negro con un peine del mismo metal, su bello cuerpo se trasluce a través del camisón.

Dicen las tradiciones que el hombre que la mira se vuelve loco por ella. Entonces, la Siguanaba lo llama, y se lo va llevando hasta un barranco. Enseña la cara cuando ya se lo ha ganando, su rostro se vuelve como de muerta y putrefacto, sus ojos se salen de sus cuencas y se tornan rojos como si sangraran, su antes tersa y delicada piel se torna arrugada y verduzca, sus uñas crecen y suelta una estridente risa que paraliza de terror al que la escucha.


miércoles, 23 de mayo de 2012

Miguel Angel Asturias
Leyendas del Sombrerón

El sombrerón recorre los portales...
En aquel apartado rincón del mundo, tierra prometida a una Reina por un Navegante loco, la mano religiosa había construido el más hermoso templo al lado de la divinidades que en cercanas horas fueran testigo de la idolatría del hombre—el pecado más abominable a los ojos de Dios—, y al abrigo de los tiempo de montañas y volcanes detenían con sus inmensas moles.
Los religiosos encargados del culto, corderos de corazón de león, por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo concluidos los oficios...
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en "La Conquista de Nueva España", historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes...
Entre los unos, sabios y filósofos, y los otros, artistas y locos, había uno a quien llamaban a secas el Monje, por su celo religioso y santo temor de Dios y porque se negaba a tomar parte en las discusiones de aquéllos en los pasatiempos de éstos, juzgándoles a todos víctimas del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los muros del convento, un niño jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió...
Y sucedió, repito para tomar aliento, que por la pequeña y única ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la pelotita.
El religioso, que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse, entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.
El corazón le daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo, para recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni levantarse de su asiento, agachóse para tomarla del suelo y devolverla, y a devolverla iba cuando una alegría inexplicable le hizo cambiar de pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo, gozos de artista, gozos de niño...
Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos, la apretó con toda la mano, como quien hace un cariño, y la dejó caer en seguida, como quien suelta una brasa; mas la pelotita, caprichosa y coqueta, dando un rebote en el piso, devolvióse a sus manos tan ágil y tan presta que apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda, como el que ha cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su primer intento había sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado de llevársela a los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas. . .
—¡La Tierra debe ser esto en manos del Creador! —pensó.
No lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos —rebotadora inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad extraña, tras un salto, como una inquietud.
 —¿Extraña o diabólica?...
Fruncía las cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico invisible—y, tras vanos temores, reconciliábase con la pelotita, digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de levantarse al cielo.
Y así fue como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban las Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos. . . Ni un alma en la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.
A la puerta del templo esperaba el monje, después de llamar a misa, la llegada de los feligreses jugando con la pelotita que había olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la iglesia, saltando como un pensamiento:
¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!. .. Sería una lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la perdería, que nunca le sería infiel, que con él la enterrarían. . ., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .
¿Y si fuese el demonio?
Una sonrisa disipaba sus temores: era menos endemoniada que el Arte, las Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar por el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla, enjuagándose con ella de rebote en rebote..., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .
Por los caminos—aún no había calles en la ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta, arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados, y bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles en el acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul. . .
—¡Buenos días le dé Dios, señor!
La voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced, los vecinos aseguraban era la imagen del demonio...
(... tan liviana, tan ágil, tan blanca. . .)
El monje se detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar allí y despedir la pelotita, todo fue uno.
—¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La pelota cayó fuera del convento—fiesta de brincos y rebrincos de corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado, abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño, que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.
Y así nace al mundo el Sombrerón.

La Llorona


Aquellas tardes del mes de mayo le parecían a María de los Remedios de un colorido exuberante. Se le figuraba que de aquel jardín surgían todas las flores, pájaros y perfumes creados por la naturaleza.
Esa casona del callejón de Soledad, en el barrio de San Sebastián, tenía apenas unos cuantos años de haberse terminado de construir en la Nueva Guatemala. Le recordaba tanto su antigua residencia en la ciudad de Santiago destruida por los terremotos de Santa Marta! Por ello le producía profunda nostalgia habitarla. En ese momento hubiera querido absorber con los ojos, la tranquilidad del solar, pues así podría calmar la desolación de su espíritu. Los gruesos muros que servían de corredor con su alero de teja… las habitaciones altas y ventiladas… la enorme pila y los jardines imprimían a cada rincón un sello de misterio y solemnidad…
Esa tarde en particular, María de los Remedios estaba marchita por la tristeza. La melancolía que reinaba en su casa la deprimía… ¡Que sola se encontraba! Su marido, lejos, las flores del magnífico jardín adormecidas y los sirvientes en el segundo patio cantando aires tradicionales que le recordaban su niñez.
Los acontecimientos que se desencadenaron a raíz del traslado de la ciudad del Señor Santiago al valle de la Virgen, dejaron en su espíritu una impresión indeleble. Recordaba las decisiones que se producían entre traslacionistas y terronistas, y las tajantes palabras que su padre repetía siempre al Arzobispo Cortás y Larras, quien encabezaba el bando que deseaba permanecer en el Valle de Panchoy y reconstruir la urbe: “¡Cómo dejar la ciudad de Santiago cuando en ella están fincadas mis propiedades y enterrados mis huertos…si sus descendientes más ilustres, han forjado paso a paso su esplendor. ¡No! No es posible arrancarse de la añeja ciudad”. No obstante el Capitán General Don Martín de Mayorga emitió aquel bando enérgico que obligó a toda la población de Santiago, a mudarse al valle de la Virgen a fundar la Nueva Guatemala de la Asunción. Recordabatambién las penalidades que su familia había sufrido, para construir una casa digna de su abolengo. Recordó también cuando su calvario se inició de golpe, cuando su padre, viejo español conservador, concertó su enlace con Don Gracián Palma y Montes de Oca, rico añilero de la costa de Suchitepéquez y uno de los comerciantes más antiguos de la ciudad. Ella aceptó la decisión de su padre sin chistar. Su boda fue memorable, celebrada en la catedral de la cuidad con todo esplendor. Contrario a lo que pensaba, Don Gracián fue siempre un hombre fino y cortés.

Por otra parte las ausencias de su esposo eran frecuentes, casi permanentes, lo que le dejaba una gran tranquilidad. ¿Por qué no se le había brindado la oportunidad de amar libremente? ¿Por qué hasta el amor había sido impuesto? La llamada de la hora de ánimas en la iglesia de San Sebastián, la sacó de su abstracción… otra noche sola la esperaba en su lecho…
Era aún muy temprano, el sol no había asomado aún tras las montañas, cuando Juan de la Cruz partía para su trabajo, llevando las herramientas necesarias. Tenía que caminar desde la Parroquia Vieja hasta San Sebastián. Se hundió en la sombra del Cerro del Carmen, pasó por el potrero de Corona y llegó a su fuente de agua en donde trabajaba y en donde algunas ancianas se arremolinaban:
-Buen día le de Dios Don Juan.
-Buen día nia Josefa ¿Cómo amaneció el agente del palomar?
-Muy bien, solo que los chuchos de la nia Ligia no nos dejaron dormir.
-Hay que tener cuidado, pues cuando los chuchos chían es porque algo malo está pasando. Cosas que uno no entiende.
-Si, lo que pasa también es que como no hay luz, apenas y se mira. Pero hay que tener cuidado, porque los chuchos miran la muerte y los espantos.
-Bueno, pero siempre y cuando uno pueda dormir tranquila no hay problema. ¿Verdad Don Juan?
-Claro, claro nia Sara ¿Quién mejor que usted para tener la consciencia tranquila?... Bueno, el chorro está listo, vengan por su agua.
El fontanero de la calle de Concepción era joven y pobre. Mestizo. De facciones finas y fuertes. Varoniles. Hombre nacido para soñar y vivir de fantasía. Su trabajo cotidiano le ofrecía la oportunidad de ver a la mujer amada, y la plena consciencia de la imposibilidad de alcanzarlas, no turbaba su ánimo. Admirar a aquella mujer que asomaba por el callejón de Soledad, pasaba a su lado y subía la alameda de la Iglesia de San Sebastián a las ocho de la mañana, era para Juan la gran ilusión de su día.
Ese día, sufría ya por verla aparecer, y cuando la Catedral sonaba en su reloj las ocho campanadas, salió del callejón una mujer de sobrio vestir, seguida por un adolescente que portaba un cojín en las manos, probablemente para que la señora se hincara en la Iglesia. Pasó junto a Juan… Una furtiva mirada se cruzó entre ambos antes de escurrirse en la alameda de San Sebastián.
-Ay! Virgen del Socorro, ¿Por qué me gusta tanto si jamás podré alcanzarla?
La mujer que el fontanero adoraba era nada menos que Doña María de los Remedios Salazar y Rodríguez de Palma y Montes de Oca, y con cuanta razón Juan de la Cruz la amaba y admiraba… María de los Remedios era bellísima, madura pero aún conservaba la lozanía de la juventud, sus ojos negros eran de un mirar perpetuamente triste. El fontanero estaba seguro que ese mirar melancólico, reflejaba una profunda amargura que sofocaba el alma de su amada.
La gente del barrio de San Sebastián, decía que María de los Remedios, sabía de la adoración que le profesaba el humilde fontanero.
Una mañana del mes de noviembre, la casa de Doña María de los Remedios amaneció sin agua potable, por lo que María entusiasmada mandó a llamar al humilde fontanero de la calle de Concepción.
Juan de la Cruz se asombró tanto, que apenas tuvo aliento de responder que, si aceptaba a ir después de las doce de la mañana. El joven experimentaba una intensa emoción cuando se encaminaba al callejón de la Soledad. Al estar en presencia de María, Juan pensó:
-¡Señor! Si es más bella que la Virgen del Socorro de Catedral…
Aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, Juan procedió a trabajar. Observo que tras el resquicio de una ventana, Doña María lo miraba con ansiedad.
La faena que debía cumplir Juan no era tardada, pero él simuló así para poder estar cerca de ella más tiempo. Al terminar su trabajo, Doña María lo invitó a tomar una jícara de chocolate en la enorme sala. Desde entonces se estableció entre ambos una profunda y estrecha relación. La misma fuerza del amor los atraía visiblemente, hasta que los deseos de amor se desbordaron, y pletóricos de dicha gozaron su pasión. La aventura de este amor fue completa durante largos meses, hasta que una noche, María de los Remedios sintió profundos malestares.
Fuertes dolores de cabeza y nauseas la abatieron en el lecho varios días. María inquieta, no se atrevía a llamar a su médico, por lo que Juan azorado consultó con una vieja curandera de la Parroquia, quien les dijo que iban a tener un hijo.
Una intensa desazón se apoderó de ambos, ¿Qué iba a pasar si su marido se enteraba? Y ¡Qué decir de su honor y la nobleza de su apellido!
Sin embargo, en lo más profundo de su alma afloraba la ternura, porque aquel hijo que lleva dentro de sí, era fruto de un amor que la había consumido y la seguía arrasando con su fuego. En las tardes soleadas y frías, arrellanándose en una mecedora, dejaba vagar su pensamiento en el espacio, tan fugazmente como corrían los meses.
Una mañana supo María de los Remedios que Don Gracián, su marido regresaba de su viaje. Una tremenda angustia se apoderó de todo su ser hasta llevarla a los linderos de la desesperación.
Su delicada figura había cambiado con el vigor de la maternidad. Era imposible ocultarlo más. Obsesionada por el próximo encuentro con su marido quemaba sus horas en una ansiedad tan agobiante, que contribuyo a acelerar el momento del alumbramiento. Ayudada por una fiel sirvienta, dio a luz a un niño, a quien desde el primer momento bautizó con el nombre de su progenitor: Juan de la Cruz.
Las murmuraciones en la pequeña ciudad no tardaron en aflorar. ¡Y cuánto sufrimiento llevaban al corazón de María de los Remedios! Juan intentaba consolarla, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El fontanero lloraba amargamente el calvario de su amada, pues a pesar de las penas y el escándalo la amaba cada vez con mayor intensidad.
Por fin María de los Remedios, recibió la noticia que nunca hubiera querido escuchar: Don Gracián Palma de Montes de Oca había arribado a Santo Tomás de Castilla y llegaría a la ciudad de un momento a otro. Naufragó su última esperanza. Se ocultó de todos, incluso de Juan.
Y entonces, cuentan los viejos de la parroquia, que la hermosa mujer estaba al borde de la locura, y sin saber lo que hacia, descontrolada la razón, una noche en que la luna llenaba de plata, tomó al niño en sus manos, se vistió de negro y con sigilo salió de su casa. Con paso trémulo atravesó las calles de la ciudad rumbo al oriente. Cruzó el Cerro del Carmen, como una silueta de Carbón, atravesó la parroquia y se dirigió al río de las Vacas. Llegó a la ribera y sin meditarlo dos veces hundió a su pequeño hijo, Juan de la Cruz, entre las aguas. Un llanto reprimido y las aguas del río se tragaron la vida del pequeño ser.
Las líneas suaves de María de los Remedios, que tanto cautivaron al fontanero de la calle de Concepción, se transformaron. Crispada y convulsa, pavorosamente desfigurada y lanzando sollozos tremendos, después de haber ahogado a su hijo, siguió llorando a gritos por la ribera del río.
Con el vestido negro desgarrado, arrastrando su ajada figura, lanzando gritos espeluznantes y plañendo con vos sobre natural, se perdió entre los abismos del infinito.
-¡Ay, ay, ay! Dónde estás Juan de la Cruz…Dónde estás hijo mío?
Juan se percató de cómo una sombra negra, desgajada de la misma noche, pasaba cerca de él y hundía las manos en el agua del tanque gritando:
-¡Ay, ay, ay! Dónde estás Juan de la Cruz?...
Después de lanzar tres gritos lejanos, pavorosamente horrendos, se volvió a las sombras por el callejón Manchén.
- ¡Oh Dios, Dios! María de los Remedios, ¿Por qué lo hiciste?
Amargas lágrimas regaban sus mejías y su mente y sus labios repitieron mil veces:
-María de los Remedios ¡María! ¡María! María de los Remedios… ¿Por qué los hiciste?
Y el fontanero de la calle de Concepción envejeció como las leyendas, cuidando su fuente, su historia y su recuerdo…
En tanto se dice entre la gente de los barrios coloniales de la ciudad, que Dios castigo a Doña María de los Remedios Salazar y Rodríguez por haber ahogado a su hijo. La convirtió en La Llorona, condenándola a salir todas las noches a llorar por las calles y los parajes donde hay agua, para escarbar en busca de su hijo: Juan de la Cruz.
Nos hemos detenido en una mágica historia del conocido investigador Celso Lara, quien no ha remontado al mundo de la leyenda como reacción literaria, llevando al mismo tiempo un evocador panorama del ambiente guatemalteco en el alma de su pueblo que es el nuestro… El de aquella soñadora y añeja Guatemala de antaño, que constituye un eslabón de nuestro pasado común…